Vallas tiradas al piso, personas desmayadas, médicos asistiendo a los hinchas, la furia de los simpatizantes tras la hecatombe al abrir la puerta dando inicio a la venta, los insultos a Molina, el nulo control, la casi nula participación policial y una fila de gente apretujada para hacerse de una entrada. Todas características de un episodio lamentable que nunca más debe suceder.
Las tragedias a veces son previsibles. Y cuando la previsibilidad es la carta en la manga de los dirigentes para prevenir este tipo de situaciones, el descontrol pasa a tener un solo significado: negligencia. Porque cuando más de 3000 personas se juntan a conseguir una entrada para un clásico de barrio, y cuando ya se sabe que muchas de ellas no podrán conseguirlas debido a la escasa cantidad de populares puestas a disposición del socio, el resultado es claro.
No sólo enfurece el hecho de hacer una fila durante horas, siendo apretado casi hasta la asfixia, sino también el hecho de saber que cientos de entradas ya tienen dueño antes de ponerse en venta. Y no habla este cronista de los packs visitantes, ni de las pertenecientes a las filiales, ni las de protocolo, sino las populares que pertenecen a la barra brava, quienes desde su casa miran el descontrol por la televisión mientras los socios, que pasan hasta 6 horas, o incluso más, al borde de un alambrado, teniendo su cuota mensual al día y ninguna causa judicial bajo su haber, por elegir mantenerse dentro de los límites de la ley, terminan siendo empujados, estrujados y machacados, hasta el borde mismo del desmayo.
Así es el fútbol argentino. Así es el manejo que hoy mantienen las comisiones directivas de todos los clubes, más entusiasmados por entrecruzar discusiones baratas con el Presidente de la vereda de enfrente que por preocuparse por cuidar al socio. Y esta situación lamentablemente tiene un final previsible: hasta que un hincha no muera tratando de sacar una entrada, el modelo de “quien llega primero gana” para conseguir una no va a cambiar.
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